Qué ver y hacer en China: la guía definitiva que te convencerá para visitar el país por primera vez

China es una país para vivirlo. Desde montañas sagradas hasta templos escondidos, cada rincón guarda historias que merecen ser revividas una y otra vez. En esta guía, hemos reunido algunos de los lugares más impresionantes del país para que empieces a soñar tu viaje. Y si quieres explorarlos de la mano de personas que conocen su alma, en GuruWalk encontrarás free tours inolvidables en las principales ciudades para conectar con su historia más allá de lo que aparece en las guías.

La Ciudad Prohibida

Durante siglos, nadie podía cruzar sus puertas sin permiso del emperador. Hoy, cualquiera con curiosidad y respeto puede pasearse por sus patios infinitos y pasillos de madera roja. La Ciudad Prohibida, en el corazón de Pekín, es una cápsula del tiempo que encierra medio milenio de historia imperial china.

Ubicada justo al norte de la Plaza de Tiananmén, en el centro absoluto de la capital, este complejo de más de 900 edificios fue la residencia de 24 emperadores de las dinastías Ming y Qing. No es solo grande: es majestuosa, simétrica, rigurosamente diseñada para impresionar a quien se atreviera a entrar. Cada detalle, desde los dragones en los aleros hasta la orientación de las puertas, está cargado de simbolismo.

Llegar es sencillo: basta tomar la línea 1 del metro de Pekín y bajarse en la estación Tiananmen East o Tiananmen West. Desde allí, una breve caminata te lleva directamente a la entrada sur del complejo. El acceso principal es por la famosa Puerta Meridian, la misma por la que desfilaban los funcionarios imperiales siglos atrás.

Aunque uno se pierda entre salas y pabellones, lo que más impacta no es lo que se ve, sino lo que se intuye. Aquí se decidían guerras, alianzas y destinos. Aquí el silencio era ley, y la vida del pueblo, algo lejano. Hoy, miles de visitantes caminan por esos mismos suelos, cámara en mano, intentando captar lo que solo se comprende estando allí: la escala, la solemnidad, la historia viva.

Gran Muralla China

La Gran Muralla no se visita. Se camina. Aunque no hace falta recorrer sus más de 20.000 kilómetros para entender su magnitud, basta con avanzar unos pasos por sus tramos más accesibles para notar su fuerza. Construida durante siglos para proteger el Imperio chino, hoy es una de las obras más reconocidas del planeta… y sigue en pie.

Desde Pekín, lo más fácil es acercarse a alguno de los tramos restaurados: Badaling es el más popular y turístico; Mutianyu, más tranquilo y rodeado de montañas. Ambos se alcanzan en menos de dos horas en coche o en autobús. Si buscas una experiencia más salvaje, Jinshanling o Simatai ofrecen secciones menos tocadas por el turismo, ideales para los que quieren andar en soledad entre ruinas y torres de vigilancia.

A lo largo del recorrido, la muralla serpentea por colinas y valles, trepa cumbres imposibles y desaparece en el horizonte. No hay un punto fijo para contemplarla: cada paso cambia la perspectiva. Por eso, más que un monumento, es una experiencia.

Templo del Cielo

En el sur de Pekín, dentro de un parque enorme y arbolado, se alza una de las construcciones más armoniosas de toda China: el Templo del Cielo. No era un lugar cualquiera. Aquí, los emperadores venían a rogar por buenas cosechas y equilibrio cósmico. Y sí, se nota.

A diferencia de la Ciudad Prohibida, pensada para imponer, el Templo del Cielo transmite serenidad. Su estructura más icónica es el Salón de Oración por la Buena Cosecha: un edificio circular, perfectamente simétrico, con techos azul profundo y sin un solo clavo. Todo aquí está pensado para conectar el cielo y la tierra, el emperador y los dioses.

Puedes llegar fácilmente desde el centro de Pekín en metro, bajando en la estación Tiantan Dongmen (línea 5). La entrada este te deja a pocos pasos de los pabellones principales. Si vas temprano por la mañana, verás a locales practicando taichí o volando cometas, lo que le da un aire más cotidiano a un sitio que, en su momento, era sagrado.

Palacio de Verano en Pekín

El emperador también necesitaba escapar del calor. Y cuando lo hacía, lo hacía a lo grande. El Palacio de Verano, a unos 15 kilómetros al noroeste del centro de Pekín, fue su refugio en los meses más cálidos. Rodeado de colinas, jardines y el enorme lago Kunming, este complejo es una lección de equilibrio entre poder y paisaje.

Puedes llegar en metro (línea 4, estación Beigongmen) o en taxi desde cualquier punto de la ciudad. Lo ideal es reservarse medio día para recorrerlo sin prisas. Aquí no hay un único punto de interés, sino una suma de rincones: la galería cubierta más larga del mundo, templos, puentes, el Barco de Mármol que flota —literalmente— sobre el agua, y el imponente Salón de la Benevolencia y la Longevidad.

El lago, artificial en realidad, ocupa tres cuartas partes del terreno. Durante la visita ,pasear en barca es opcional, pero subir a la Colina de la Longevidad es prácticamente obligatorio: las vistas desde lo alto explican por qué este lugar fue considerado un paraíso en vida.

Mercado de la Seda en Pekín

Este no es un mercado cualquiera. Es un campo de batalla para regatear, una aventura para quienes disfrutan del juego entre precios, imitaciones y objetos inesperados. El Mercado de la Seda, conocido como Silk Market o Xiushui, está en pleno distrito de Chaoyang, en Pekín, y es uno de los lugares más famosos (y polémicos) para hacer compras en China.

Desde la estación de metro Yong’anli (línea 1), sales prácticamente frente al edificio. Dentro te esperan varios pisos de puestos abarrotados de ropa, bolsos, tecnología, souvenirs, y —cómo no— productos de seda. No todo lo que brilla es auténtico, pero la experiencia es parte del encanto.

Aquí se viene a negociar. El primer precio nunca es el real, y la sonrisa es tan importante como la paciencia. Si lo haces bien, te llevas algo más que un buen trato: te llevas la historia de una batalla bien peleada.

Y aunque muchos acudan buscando falsificaciones de marca, el mercado también es un buen sitio para encontrar artesanía, calzado a medida o trajes tradicionales. Eso sí, hay que saber mirar y no tener miedo a decir que no.

Templo de los Lamas en Pekín

En medio del ajetreo de Pekín, hay un lugar donde el incienso lo envuelve todo y el silencio se vuelve protagonista. El Templo de los Lamas, o Yonghe Gong, es el monasterio budista tibetano más importante del norte de China, y una parada imprescindible para entender otra dimensión del alma china.

Se encuentra en el distrito de Dongcheng. Llegar es fácil: basta con tomar la línea 2 o la línea 5 del metro y bajarse en la estación Yonghegong Lama Temple. Desde allí, el acceso es directo. La entrada, custodiada por leones de piedra, marca el paso de la ciudad moderna a un universo de espiritualidad.

El complejo está formado por varios pabellones que se recorren en fila, cada uno más elaborado que el anterior. Al fondo espera su joya: una estatua de Maitreya de 18 metros de altura, tallada en una sola pieza de madera de sándalo blanco. Sí, impone.

No hace falta ser creyente para sentir algo especial allí. Basta con observar a los fieles, escuchar el murmullo de los rezos o detenerse frente a los murales y los detalles tallados. El Templo de los Lamas no se visita solo con los ojos: se respira, se escucha y, sobre todo, se respeta.

Palacio de Potala, montaña Hongsham

En el corazón del Tíbet, a más de 3.600 metros de altitud, se alza el Palacio de Potala, clavado como una corona blanca y carmesí en la ladera de la montaña Hongshan. Desde abajo, en Lhasa, su silueta domina todo. Y desde arriba, la vista es sobrecogedora: tejados dorados, valles abiertos y el rumor de la ciudad a lo lejos.

Este no es solo un edificio; es un símbolo. Antiguo centro político y espiritual del budismo tibetano, fue residencia del Dalái Lama durante siglos. Hoy es Patrimonio de la Humanidad y uno de los mayores orgullos de la arquitectura religiosa mundial. El conjunto combina dos palacios: el Rojo, destinado al estudio y la oración; y el Blanco, que albergaba las estancias de los líderes espirituales.

Para llegar, el punto de partida habitual es la ciudad de Lhasa, capital del Tíbet. Si bien tiene aeropuerto, la ruta más espectacular es el tren Qinghai-Tíbet, que atraviesa paisajes imposibles desde Xining. Una vez en Lhasa, el palacio está a solo unos minutos del centro urbano, aunque la subida a pie requiere paciencia y algo de oxígeno.

Por dentro, las paredes huelen a cera y a siglos. Capillas, tumbas sagradas, manuscritos y estatuas llenan sus más de mil salas. Y sin embargo, lo más poderoso es el silencio: el que se hace al entrar, y el que se queda cuando sales.

Tiger Hill China

Tiger Hill (Hu Qiu), en la ciudad de Suzhou, no es una colina cualquiera. Con solo 36 metros de altura, concentra más leyendas, historia y belleza de lo que uno imagina al ver su modesta silueta. Es un lugar donde la naturaleza, la arquitectura y los cuentos se entrelazan sin esfuerzo.

Desde Shanghái, llegar a Suzhou es cuestión de media hora en tren rápido. Una vez allí, un taxi o autobús te deja en la entrada del recinto en menos de veinte minutos. El parque que rodea la colina es amplio, con canales, bonsáis centenarios y caminos que invitan a caminar sin mapa.

Lo más famoso de Tiger Hill es su Pagoda Inclinada, conocida como la Torre Yunyan. Tiene más de mil años y una inclinación que rivaliza con la de Pisa, aunque mucho menos publicitada. También encontrarás el Pozo de la Espada, donde —según cuenta la leyenda— fue enterrada la espada de un rey junto a mil guerreros.

Pero más allá de los hitos, lo que hace especial a Tiger Hill es su atmósfera. El sonido del agua, el aroma del té que se sirve en las casas cercanas y los senderos sombreados le dan un aire tranquilo y profundo. Aquí, parece que el pasado cobra vida.

Montaña Tianmen

Primero, el teleférico. El más largo del mundo. Casi 30 minutos suspendido sobre acantilados, bosques verticales y curvas imposibles. Así empieza la visita a la montaña Tianmen, en la provincia de Hunan, a las afueras de la ciudad de Zhangjiajie.

Desde Zhangjiajie, llegar es muy fácil: el teleférico parte directamente desde el centro urbano. También se puede subir en autobús por la famosa carretera de las 99 curvas, y luego ascender más de 999 escalones hasta alcanzar la Puerta del Cielo, una abertura natural de 131 metros de altura en medio de un acantilado. No es exageración decir que impresiona.

Arriba, la experiencia se vuelve más surrealista: pasarelas colgantes, miradores transparentes y senderos tallados directamente en la roca serpentean al borde del vacío. El skywalk de cristal no es apto para todos los corazones, pero es inolvidable.

Y cuando las nubes bajan, todo se transforma. La montaña se vuelve etérea, como si estuvieras caminando por un sueño. No es casualidad que este paisaje sirviera de inspiración para los escenarios de la película Avatar.

Templo del Buda de Jade en Shanghai

En medio del ritmo eléctrico de Shanghái, entre rascacielos y avenidas que nunca descansan, hay un rincón donde el tiempo baja la voz: el Templo del Buda de Jade. Es uno de los templos budistas más famosos de China, y no por su tamaño, sino por lo que guarda.

Desde el centro de la ciudad, se puede llegar fácilmente en metro. La línea 13 te deja en la estación Jiangning Road, a unos minutos caminando del recinto. Y aunque el exterior puede parecer discreto en comparación con otros templos chinos, su interior guarda una de las joyas espirituales de Oriente: una estatua de Buda sentado tallada en jade blanco, traída desde Birmania a finales del siglo XIX.

La estatua mide menos de dos metros, pero está llena de detalles: incrustaciones de piedras preciosas, expresividad serena y una presencia que impone sin necesidad de palabras. Hay otra figura de Buda reclinado, también en jade, que representa su entrada al nirvana. Ambas están en espacios que huelen a incienso y rezos suaves.

El templo sigue en funcionamiento, el algo que debes tener en cuenta si lo visitas. Los monjes acuden hasta allí para rezar, así que, como muestra de respeto, los visitantes suelen, y deben, bajar la voz para no interrumpir sus oraciones.

Lago del Oeste (Hangzhou)

Todo el que ha paseado junto al Lago del Oeste entiende por qué los poetas chinos llevan siglos escribiéndole versos. Este lago, situado en Hangzhou, a solo una hora en tren desde Shanghái, no impresiona por su tamaño ni por monumentos grandilocuentes, sino por la armonía de su paisaje.

Caminar por sus orillas es recorrer puentes de piedra, pagodas que asoman entre árboles y barcas de madera que se deslizan sin prisa. A un lado, las colinas verdes. Al otro, la ciudad que se queda atrás. En el centro del lago, tres pequeñas pagodas sobresalen del agua y se iluminan durante los festivales: es la imagen más famosa del lugar, incluso impresa en billetes de yuan.

Llegar es fácil: desde la estación de tren de Hangzhou, un taxi o el metro te lleva en pocos minutos a cualquiera de las entradas del lago. Es un lugar abierto, sin una única puerta ni un recorrido obligatorio, por lo que es recomendable caminar para descubrir sus rincones o alquilar una bicicleta.

Las Terrazas de Arroz de Longji (Longsheng)

Ver amanecer sobre las Terrazas de Longji es como mirar un paisaje que alguien peinó con paciencia durante siglos. Los campos de arroz siguen el contorno de las montañas como escaleras verdes que cambian de color según la estación: verde brillante en verano, dorado en otoño, espejos de agua en primavera.

Estas terrazas están en la región de Longsheng, a unas dos horas en coche desde la ciudad de Guilin, en la provincia de Guangxi. Desde allí, lo habitual es contratar un traslado hasta Ping’an o Dazhai, dos aldeas enclavadas entre las colinas que sirven como base para explorar. El acceso final se hace a pie, por senderos bien marcados pero empinados, rodeados de bambú y silencio.

Lo mejor no está solo en las vistas —que son espectaculares—, sino en lo que se vive por el camino: mujeres de la etnia Yao con trajes tradicionales, casas de madera colgadas de la montaña, arrozales cultivados con técnicas antiguas. No hay ruido de ciudad. Aquí, el ritmo lo marca el paisaje.

Cuevas de Mogao (Dunhuang)

Al borde del desierto de Gobi, donde la arena lo devora todo y el viento no perdona, hay un lugar que parece imposible: las Cuevas de Mogao. Más de mil años de historia pintados en piedra, escondidos cerca de la ciudad de Dunhuang, en la provincia de Gansu.

Este santuario budista surgió como refugio espiritual en plena Ruta de la Seda. Comerciantes, monjes y viajeros se detenían aquí no solo a descansar, sino a dejar algo de sí mismos. El resultado: casi 500 templos excavados en los acantilados, decorados con murales, estatuas y manuscritos que trazan la evolución del budismo y del arte asiático como si fuera un cómic monumental.

Para llegar, primero hay que volar o tomar un tren hasta Dunhuang. Desde el centro de la ciudad, se accede en unos 25 minutos en autobús o taxi. Las visitas están reguladas y guiadas, y conviene reservar con antelación: este no es un lugar de masas, ni debe serlo.

Dentro, la oscuridad protege los colores, y el silencio impone. Eso sí, debes tener claro que no se permiten fotos.

Parque Nacional de Zhangjiajie (Hunan)

Si alguna vez soñaste con caminar entre montañas flotantes, este es el lugar. El Parque Nacional de Zhangjiajie, en la provincia de Hunan, no se parece a nada. Es un bosque de pilares de piedra que brotan hacia el cielo como si la tierra los empujara con urgencia. Aquí, la gravedad parece negociable.

Desde la ciudad de Zhangjiajie, se llega fácilmente al parque en autobús o taxi en menos de una hora. El acceso principal está en el área de Wulingyuan, y desde allí se despliegan decenas de rutas, miradores, teleféricos y pasarelas para recorrer el parque a distintas alturas.

El lugar más famoso es Avatar Hallelujah Mountain, nombrado así tras el rodaje de la película, aunque los locales ya lo veneraban mucho antes de que Hollywood lo descubriera. Pero hay más: el ascensor Bailong, de cristal y pegado a un acantilado, que te sube en segundos al nivel de las nubes; el Gran Cañón de Zhangjiajie, con su puente de cristal suspendido sobre el abismo; y senderos que serpentean entre bosques de bambú y niebla.

No hace falta ser montañista. El parque está preparado para todos los niveles, pero conviene llevar tiempo y buen calzado. Aquí no se trata de llegar a un punto, sino de ir descubriendo vistas que parecen maquetas de otro planeta.

Monte Emei (Emeishan)

Subir al Monte Emei no es solo una caminata. Es un viaje interior. Uno de los cuatro montes sagrados del budismo chino, en la provincia de Sichuan, cerca de Chengdu, este lugar combina naturaleza, espiritualidad y esfuerzo físico en una mezcla que marca.

Desde Chengdu, se llega fácilmente en tren rápido hasta la ciudad de Emeishan. Desde allí, autobuses lanzadera te acercan a la base del monte o incluso a puntos más altos si quieres ahorrar energías. Pero los que eligen caminar desde abajo, atraviesan templos, bosques de cedros, escaleras eternas… y algún que otro mono curioso.

En la cima espera la Plataforma Dorada, el Gran Buda Samantabhadra montado sobre elefantes, y —si las nubes lo permiten— una de las vistas más impactantes de todo el suroeste chino. Allí arriba, a más de 3.000 metros, el aire es distinto. El silencio pesa más. Las nubes no pasan: te atraviesan.

El monte está lleno de templos donde los peregrinos pueden dormir y comer algo caliente. Aquí, el budismo no se exhibe: se vive. Los monjes rezan sin público. Los fieles suben descalzos. El camino importa tanto como la llegada.

Y aunque el cuerpo acabe cansado, la mente baja distinta. Más liviana.

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Julieta Betancor
About the author
Julieta Betancor
Experta en turismo y viajes con una sólida experiencia en la creación de contenido cultural. Con dominio de varios idiomas y experiencia como presentadora, conecta con audiencias diversas para inspirar la exploración de destinos únicos. Su enfoque creativo y dinámico se destaca en cada proyecto, transmitiendo la esencia de cada lugar que descubre.

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