Para quienes buscan qué ver en Nerja más allá del tópico playero, la pequeña villa esconde historia, naturaleza y cultura suficientes para llenar varios días de viaje. A continuación, recorremos sus lugares imprescindibles, sus mejores miradores y las experiencias que solo aquí se viven al filo del mar.
Cueva de Nerja

Hablar de lugares imprescindibles en Nerja es empezar por su catedral subterránea. Descubierta en 1959 por un grupo de muchachos que buscaban murciélagos, la gruta guarda salas colosales que han conservado la humedad, la temperatura y los ecos prehistóricos de los últimos veinte mil años. Sólo un kilómetro de los cinco que conforman el laberinto kárstico está abierto al público, pero basta ese tramo para enfrentarse a la estalactita más grande del mundo —treinta y tres metros de piedra viva recrecida gota a gota— y a un festival de columnas, banderolas y macarrones minerales iluminados con mimo escenográfico.
Este palacio de roca es, además, archivo arqueológico: se han documentado casi seiscientas pinturas rupestres y hallazgos como la “mujer de Nerja”, un esqueleto de unos diez mil años de antigüedad que hoy contempla al visitante desde las vitrinas del Museo de Nerja. Durante el recorrido, la audioguía va hilando episodios científicos, leyendas y detalles geológicos que explican cómo el agua cargada de carbonato esculpió salones de nombres casi literarios: Sala del Cataclismo, Sala de la Cascada, Sala de los Fantasmas.
Balcón de Europa

La postal que define Nerja se materializa al final de un paseo flanqueado por palmeras y cañones napoleónicos. El Balcón de Europa fue bautizado —dice la tradición— por Alfonso XII cuando, tras un devastador terremoto, quedó prendado de la vista y exclamó que aquel balcón miraba a todo el continente. Con leyenda o sin ella, el mirador suspende al caminante sobre un acantilado que separa las calas de Calahonda y el Salón, regalando un horizonte de azul absoluto.
Alrededor palpita el corazón social del pueblo: músicos callejeros, caricaturistas y terrazas donde late la sobremesa con helados artesanos o vermú malagueño. A un paso se alza la Iglesia de El Salvador, cuyos arcángeles pintados protegen la plaza igual que lo hicieron las baterías del castillo que ocupaba el promontorio hasta principios del siglo XIX. Quien busque los mejores miradores de Nerja no debería obviar la panorámica vespertina: cuando el sol se hunde tras la Sierra de Almijara, el mármol rosado de las fachadas se tiñe como un melocotón maduro.
Playa de Burriana

Con casi un kilómetro de arena dorada, duchas, redes de vóley y la celebérrima paella de leña del chiringuito Ayo, Playa de Burriana resume el espíritu vacacional de la Costa del Sol. Reconocida con Bandera Azul, es la favorita de quienes viajan en familia o desean alternar tumbona y aventura: aquí arrancan las excursiones en kayak hacia los acantilados de Maro y los puestos de alquiler ofrecen desde paddle-surf hasta motos de agua. Quién lo diría de un arenal que, hasta los años sesenta, era un anónimo campo de cañaverales donde los pescadores varaban sus jábegas.
Hoy, un paseo marítimo bullicioso huele a espetos de sardinas y after-sun. El visitante puede desayunar una tostada con aceite local, lanzarse al agua transparente y, tras la digestión, subir por la vereda del Peñón del Lobo para obtener una vista en picado de la ensenada. Quien prefiera la calma puede tumbarse bajo una sombrilla y dejar pasar la tarde con un libro, mientras los socorristas controlan que la marea y el viento mantengan la bonanza habitual.
Playa de Maro

Si Burriana es el epicentro familiar, Playa de Maro representa la naturaleza en estado casi salvaje. A tres kilómetros del casco urbano, una lengua de grava y arena gruesa se cobija bajo acantilados verticales tapizados de lentisco y palmito. Las aguas, tan claras que parecen de piscina, están protegidas dentro del Paraje Natural Maro-Cerro Gordo, de modo que el snorkel revela erizos, pulpos y praderas de posidonia sin salir de la orilla.
La gran estrella es la cascada que desemboca directamente en el mar, quince metros de agua dulce que los kayaks atraviesan entre chillidos de sorpresa y selfies empapados. La escena se viraliza en redes cada verano y, aunque parezca remota, el acceso terrestre es sencillo salvo por la última bajada: un camino estrecho donde la ley de la gravedad recuerda que todo paraíso tiene su peaje. El parking se llena antes de las diez; a partir de ahí, el control municipal obliga a aparcar más arriba y caminar quince minutos.
Museo de Nerja

En la Plaza de España, bajo la superficie de un parking municipal, late la historia completa del municipio en clave didáctica. El Museo de Nerja nació para custodiar los hallazgos prehistóricos de la cueva, pero se ha convertido en crónica viva que conecta el Paleolítico con el boom turístico de los ochenta. Piezas líticas, monedas romanas y cañones defensivos conviven con paneles que relatan cómo la caña de azúcar modeló la economía local o cómo la serie Verano Azul catapultó la localidad al imaginario popular.
La visita empieza con un audiovisual envolvente –subtitulado y con lenguaje de signos– y se articula en tres plantas accesibles por ascensor. La colección etnográfica sorprende a los niños con barcas de pesca tamaño real y recreaciones de antiguas fábricas de papel de liar; los adultos disfrutan de maquetas que explican el urbanismo costero. Desde la última planta, una cristalera mira al Balcón de Europa y demuestra que el pasado y el presente comparten skyline.
Iglesia de El Salvador

Blanquísima por fuera y sorprendentemente luminosa por dentro, la Iglesia de El Salvador es testimonio de la Nerja que creció entre huertas de caña y defensas costeras. Los pioneros la alzaron a finales del siglo XVII; un siglo después, las ampliaciones barrocas le dieron la fisonomía actual. Tres naves separadas por columnas toscanas acogen imágenes muy queridas por los vecinos: Jesús Nazareno, la Virgen de las Angustias y un retablo mayor que florece en pan de oro.
Un detalle la hace única: conserva en su decoración a los tres arcángeles, algo poco habitual en el culto andaluz. Miguel, Rafael y Gabriel vigilan la plaza como antaño lo hacía la artillería del castillo desaparecido. Más mundano es el trasiego de recién casados que posan en la escalinata a la sombra de un ficus centenario. Entrar un momento al templo refresca el cuerpo y la mente, y permite apreciar la bóveda pintada que sobrevivió al terremoto de 1884.
Acueducto del Águila

A un costado de la vieja N-340, entre chumberas y bancales, se alza una filigrana de ladrillo rojo: el Acueducto del Águila. Cuatro niveles de arcos superpuestos —treinta y siete en total— salvan el Barranco de la Coladilla desde 1880, cuando la floreciente industria azucarera necesitaba agua para sus molinos. El ingeniero Francisco Cantarero conjugó ingeniería y estética neomudéjar, coronando el puente con una veleta en forma de águila bicéfala que sigue girando con el levante.
La estructura se salvó de una demolición segura gracias a varias restauraciones, la última en 2012, que le devolvieron el color curry y consolidaron la argamasa. No conduce turistas, sino todavía pequeñas acequias de riego; sin embargo, se ha convertido en reclamo fotográfico para quienes van o vuelven de la Cueva. Desde el mirador, el perfil del puente recorta el cielo como un decorado de Aladino.
Parque Verano Azul

Quienes crecieron en España en los 80 reconocen de inmediato la melancólica silueta de La Dorada. En el Parque Verano Azul descansa la réplica del barco de Chanquete, icono de la serie homónima que convirtió Nerja en plató nacional. Más allá de la nostalgia, el parque es un pulmón urbano con senderos bautizados con los nombres de los protagonistas, bancos a la sombra de eucaliptos y un ambiente familiar que contrasta con la algarabía costera.
Niños en bicicleta, abuelos que juegan a la petanca y corredores vespertinos comparten espacio con peregrinos televisivos que se fotografían tocando la bocina del pesquero. El parque, además, funciona como pasarela entre el núcleo urbano y la Playa de la Torrecilla: basta cruzar el cauce casi seco del río Chillar y se desemboca en el paseo marítimo occidental. Durante la feria de octubre, se llena de casetas y música; en verano, de mercadillos artesanales al caer el sol.
Sendero del Río Chillar

Basta alejarse tres kilómetros del Balcón para cambiar las chanclas por zapatos acuáticos. El Sendero del Río Chillar, conocido como la ruta de los Cahorros, propone caminar literalmente dentro del cauce, entre paredes de mármol que apenas dejan pasar un hilo de cielo. Cada paso salpica agua fresca; cada curva regala pozas donde pegarse un chapuzón. Es la aventura favorita de locales y visitantes que quieren un día distinto, aunque desde agosto de 2023 el Ayuntamiento mantiene cerrado el acceso por riesgo de incendios y masificación y, a finales de 2025, la ruta sigue sin fecha de reapertura mientras se estudia un sistema de acceso regulado con cupos diarios y seguro obligatorio.
Cuando vuelva a permitirse el acceso, la caminata completa suma dieciséis kilómetros ida y vuelta hasta la vieja presa. No hay señalización complicada: basta remontar el curso y dejarse guiar por el rumor del agua. Las recomendaciones suenan a sentido común: zapatillas que se mojen sin drama, gorra, litro y medio de agua por cabeza y una bolsa estanca para el móvil. Familias con niños a partir de siete años gozan del tramo hasta la Poza de los Patos; aventureros llegan a los Cahorros donde las paredes casi se besan y el eco devora las conversaciones.
Kayak y barco por los Acantilados de Maro

Para ver Nerja desde el mar —y entender por qué existen tantas canciones sobre el azul turquesa— nada supera deslizarse en kayak bajo las murallas naturales que separan Málaga de Granada. Las excursiones parten de Burriana o Maro y, en dos horas, pasan por la Cueva de la Doncella, la cascada de agua dulce y calas donde el agua es tan clara que los erizos parecen flotar. Los guías cuentan historias de contrabandistas y leyendas moriscas, sacan fotos digitales incluidas en el precio y reparten tiempo para bucear con máscara.
Quienes prefieran no remar se apuntan al paseo en barco semirrígido que recorre la misma ruta en hora y media. El patrón detiene motores para permitir un baño a los pies del salto de agua y, con suerte, se avistan delfines torciendo al ocaso. Ambas experiencias son flexibles: los niños a partir de cinco años suelen disfrutar a bordo, los mayores encuentran en el chapuzón una terapia anti-estrés natural y las parejas se regalan una travesía romántica al atardecer.





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